En mis estudios, me enseñaron que la ciencia se definía como una concepción, un conjunto de reglas y una competencia. Por concepción entendemos la representación abstracta de las cosas. Las reglas son el conjunto de principios, leyes y términos establecidos por los especialistas de los diferentes campos de conocimiento.
La competencia se refiere a la experiencia adquirida gracias a la asimilación de conocimientos y métodos de una o varias ciencias; la competencia se consolida a partir de una extensa concepción, así como del dominio de unas reglas, cuando alcanzan su plenitud.
Quienes poseen unas fascinantes competencias en los vastos ámbitos del conocimiento son los auténticos sabios, a los que debemos confiar la misión de comprender y de juzgar juiciosamente las cosas, así como de transmitir un conocimiento útil. Dejemos de lado las ciencias teóricas y consideremos la moral y la fe, y la conducta y la acción humana. Cabe precisar, de entrada, que la religión constituye un método completo para garantizar la instrucción y el ascenso de las almas; no obstante, para sacarle rédito, no se trata de difundir sus conocimientos a diestro y siniestro entre la gente, ni de memorizar sus principios y reglas, ni de tener una concepción puramente formal de sus cultos. Este modo de ver la religión es poco provechoso o, mejor dicho, totalmente inútil. Según la Tradición, el conocimiento es de dos tipos: un conocimiento percibido por el corazón, que es el conocimiento útil; y un conocimiento verbal, en la punta de la lengua, que constituye la prueba de Allah contra el ser humano.
Bernard Shaw aseveró una vez: “Si se enseña algo a una persona, nunca lo aprenderá”, es decir, la enseñanza, por sí sola, no produce milagros en el aprendiente. Comentando esta aserción, Dale Carnegie sostiene: “Aprender es un proceso activo. Aprendemos actuando. Así, si deseas dominar los principios que estás estudiando en este libro —o en cualquier otro—, haz algo en relación con ellos. Aplica estas normas en todas las oportunidades que se te presenten. Si no lo haces, las olvidarás rápidamente”. Efectivamente, solo el conocimiento que se utiliza queda grabado en nuestra mente. Un tabi’i cuenta que, para retener los hadices del Mensajero de Allah, él y sus compañeros procuraban ponerlos en práctica.
La acción actúa como catalizador del alma, a la que moviliza a través de un conocimiento en continua vigilia. El conocimiento que deriva de la acción es esa competencia que ilumina al individuo, mostrándole el rumbo que debe emprender en medio de los confusos caminos de la existencia. Allah, el Altísimo, afirma a este respecto: 28. ¡Creyentes! ¡Temed a Allah y creed en Su Enviado! Os dará, así, participación doble en Su misericordia, os pondrá una Luz que ilumine vuestra marcha y os perdonará. Allah es indulgente, misericordioso.[1]
La creencia en el Profeta —que viene tras el temor de Allah— requiere que sigamos sus usos y nos inspiremos en su ejemplo, puesto que encarnó el intérprete fidedigno de las enseñanzas del Corán. Por consiguiente, el creyente que evita actos ilícitos y cumple regularmente con sus obligaciones religiosas, desarrolla una lucidez y una intuición que le permiten discernir el bien del mal. De este modo, muy raramente se confunde ante cuestiones problemáticas, incluso en ausencia de una referencia explícita a las mismas en un texto formal: 28. Sabed que vuestra hacienda y vuestros hijos constituyen una tentación, pero también que Allah tiene junto a Sí una magnífica recompensa[2]; 70. ¡Creyentes! ¡Temed a Allah y no digáis despropósitos, 71. para que haga prosperar vuestras obras y os perdone vuestros pecados![3]
Los conocimientos teóricos que la acción no pone en práctica se asemejan a los alimentos que, al no llegar a digerirse completamente, no se transforman en calorías, en movimiento y en sensación. Tales conocimientos no dejan de ser incompletos y cercenados, por muy atractivo que fuese el modo en que se transmiten. De ahí que en las academias militares, los alumnos tengan que asistir a un curso teórico, tras el cual han de pasar a la fase práctica, la de las maniobras. Sin embargo, la experiencia de estos jóvenes soldados y su disposición a luchar no podría equipararse a la de los soldados que han experimentado las atrocidades de combates reales.
Ocurre lo mismo con el aprendizaje de la oración. Al principio son lecciones que resuenan en el oído del aprendiente; luego, ha de realizar las oraciones prescritas tal y como le fueron enseñadas. Ahora bien, para aprender a rezar con fervor y devoción, sinceridad y sublimidad del alma, el orante tiene que establecer un vínculo con su Señor, así como perfeccionar la oración, tanto en lo que se refiere a su forma como a su esencia. Así pues, el conocimiento que deriva de la acción es la síntesis del ejercicio y la experiencia.
En el ámbito de la educación y la reforma de las personas, los conocimientos deben perseguir la realización personal afectiva y social, de modo que es inaceptable limitarse al nivel de las palabras, por muy elocuentes que fueran, o contentarse con las explicaciones, por muy exhaustivas que fueran. Si ordenas hacer el bien y censuras el mal, sé el primero en cumplir con estos principios. Procura que tu orden o reprobación se traduzcan en hechos reales en la sociedad, de modo que la consagración de lo bueno y la persecución de lo reprobable constituyan unos objetivos concretos que hay que intentar lograr por todos los medios y lo más rápido posible.
Las amantes apasionados de la perfección pueden limitarse a hablar elegantemente de la misma o a describir sus distintos aspectos con minucioso detalle, pero no tardan en olvidarse de todo, sin emprender ninguna acción efectiva. Su caso se asemeja a las efímeras ilusiones que albergan los pobres de espíritu. Sin embargo, para Allah, el Altísimo, semejante conducta es reprobable, puesto que se acerca más bien a la pretensión y quienes la adoptan se muestran negligentes, pese a que aprecian mejor que muchos la justicia y el buen sentido:2. ¡Creyentes! ¿Por qué decís lo que no hacéis? 3. Allah aborrece mucho que digáis lo que no hacéis.[4] En efecto, limitarse a discursos y sugerencias plagadas de habladurías con el fin de emprender una reforma, equivale a dar pie a unas interminables discusiones, a una palabrería nefasta tanto para el esfuerzo como para el tiempo.
Si toda persona propensa a la virtud adoptara un enfoque consistente en trasladar este sentimiento de la especulación teórica hacia el terreno de la realización, nos ahorraríamos la mitad de nuestros aprietos y resolveríamos los problemas más delicados, como sostiene Dale Carnegie. Este autor relata la historia de un empresario llamado Léon Shimkin, quien afirma que estableció una nueva norma, la de que todo aquel que deseara plantearle un problema debía antes prepararse y presentar un memorándum contestando a estas cuatro preguntas:
Pregunta 1: ¿Cuál es el problema?
Antes pasábamos una o dos horas en una fastidiosa conversación sin que nadie supiera específica y concretamente cuál era el verdadero problema. Nos devanábamos los sesos discutiendo nuestras zozobras sin molestarnos nunca en consignar por escrito en qué consistía el asunto.
Pregunta 2: ¿Cuáles son las causas del problema?
Cuando paso revista a toda mi carrera, quedo aturdido ante las horas desperdiciadas en fastidiosas conversaciones en las que nunca se intentaba determinar con claridad qué es lo que había en la raíz del asunto.
Pregunta 3: ¿Cuáles son las soluciones posibles del problema?
Antes, uno de los asistentes a la conferencia proponía una solución. Otro discutía con el anterior. Los ánimos se excitaban. Con frecuencia, abandonábamos el tema sin que nadie hubiese consignado por escrito los diversos modos de resolver la cuestión.
Pregunta 4: ¿Cuál es la mejor solución?
Yo solía conversar con gente que había pasado horas preocupándose ante una situación y dando vueltas a un asunto sin concretar todas las soluciones posibles y escribir después: esta es la solución que yo recomiendo. Mis socios rara vez acuden ahora a mí con sus problemas. ¿Por qué? Porque han descubierto que, con el fin de contestar a estas cuatro preguntas, tienen que averiguar todos los hechos y estudiar los problemas a fondo. Y tras haber hecho esto, ven, en las tres cuartas partes de los casos, que no tienen que consultarme para nada, porque la solución adecuada ha brotado como la tostada que salta del tostador eléctrico. Incluso en aquellos casos en que la consulta es necesaria, la discusión solo toma un tercio del tiempo que antes reclamaba, porque se desenvuelve de un modo ordenado y lógico y marcha siempre hacia una conclusión razonada. Ahora, se consume mucho menos tiempo en preocuparse y hablar en relación con lo que anda mal, y hay, en cambio, mucha más acción para que las cosas anden bien.
Hay otro aspecto que convendría destacar. Tendemos en general a entablar con los ejecutivos y los altos cargos unas conversaciones un poco largas sin otra justificación que el placer que sienten los subordinados cuando conversan con su jefe. Si bien puede tratarse de cuestiones importantes relativas al mandato que comparten o al trabajo que quieren realizar con éxito, dichas conversaciones suelen ser infructíferas e inútiles en la mayoría de los casos. Pero si cada uno prestara un poco más de atención a sí mismo y se dedicara a su labor y cumpliera con sus obligaciones, movilizando toda su creatividad para sobresalir y alcanzar el éxito, ello sería más fructífero y más apreciable por Allah. Este es quizás el secreto que desveló el Profeta a sus Compañeros al pedirles que, antes de entablar conversaciones confidenciales con él, dieran limosna.
Ciertamente, la beneficencia hacia los pobres es una bondad que puede practicarse en todo momento. Siendo un ámbito sumamente gratificante, la limosna es aconsejable a cualquiera que deseara obtener la gracia de Allah y del Profeta. Por eso, es más deseable y útil que visitar al Profeta sin otro objetivo que el estar con él: 12. ¡Creyentes! Cuando queráis tener una conversación a solas con el Enviado, hacedla preceder de una limosna. Es mejor para vosotros y más puro. Si no podéis, Allah es indulgente, misericordioso.[5]Ahora bien, esta indicación no pretendía en absoluto imponer un tributo a cualquier persona que deseaba conversar con el Profeta. Todo lo contrario: dialogar con el Profeta estaba autorizado, pudiendo llegar a ser necesario en muchas cuestiones. En realidad, con el anterior versículo se pretendía mostrar a los musulmanes el camino correcto para ganarse la recompensa divina, así como para ahorrar el tiempo del Profeta, que no debía ser importunado por los aficionados a la compañía de insignes personajes. En este contexto, Allah afirma:13. ¿Os arredra hacer preceder vuestra conversación a solas de limosnas? Si no lo hacéis y Allah se aplaca con vosotros, ¡haced la azalá, dad el azaque y obedeced a Allah y a su Enviado! Allah está bien informado de lo que hacéis.[6]
El encuentro con grandes personajes —como corrobora la experiencia— supone en la mayoría de casos perder el tiempo y desatender las propias obligaciones. No es de extrañar, por consiguiente, que esté regido por unos límites, y que otros actos más útiles tengan prioridad sobre el mismo.
[1] Corán (57:28)
[2] Corán (8:28)
[3] Corán (33:70-71)
[4] Corán (61:2-3)
[5] Corán (58:12)
[6] Corán (58:13)
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