El miedo que causan los pecados mayores ayuda a la persona a distanciarse de ellos, preservándose así de sus serias consecuencias. Aunque una persona temería por su vida en caso de ingerir veneno accidentalmente —siendo su efecto letal—, poco se preocuparía por el riesgo de la ingesta de ínfimas dosis del mismo, que pudieran estar presentes en alimentos expuestos a microbios o en platos sucios o en manos contaminadas. Con ello se expone a unas enfermedades tan letales como una bala o una puñalada trapera.
A fin de advertir a los musulmanes contra los pecados veniales, cuya acumulación amenazaría su vida social y afectiva, el Profeta insta a la Comunidad musulmana a evitar dichos pecados y a purificarse regularmente de sus efectos. El Profeta tenía como objetivo principal luchar contra la idolatría, eliminando de las conciencias las ilusiones y las creencias derivadas de ellas; el Profeta pudo, finalmente, derribar una sociedad idólatra y establecer en su lugar una comunidad que adora únicamente a Allah. Sin embargo, el Profeta también advirtió del peligro de algunos pecados que alegrarían al Demonio tanto como la idolatría. En este sentido, dice el Mensajero de Allah: “Ciertamente, Satán no tiene ninguna esperanza de que vuelvan a adorarse los ídolos en la Península Arábiga, pero se alegrará al veros cometer pecados veniales, que serán particularmente graves el Día de la Resurrección”.[1] En el último peregrinaje (el de la despedida), y en el marco del establecimiento de unas reglas completas para la conducta, el Profeta afirma: “Ciertamente, Satán ya no espera ser adorado en esta vuestra tierra. Pero, si le obedecéis en algo que consideréis insignificante, se alegrará; así pues, tened cuidado de que no atente contra vuestra fe”.
Según Dale Carnegie, es frecuente que encaremos los grandes desastres de la vida con valor y que, en cambio, las minucias, los “dolores de cabeza”, nos venzan. Por ejemplo, Samuel Pepys habla en su diario de cómo decapitaron en Londres a Sir Harry Vane. Y dice que, cuando Sir Harry subió a la plataforma, no pidió que le perdonaran la vida, sino que pidió al verdugo que ¡no le diera el tajo en el doloroso forúnculo que tenía en el cuello!
El almirante Byrd descubrió que, en el frío y la oscuridad de las noches polares, sus hombres se encrespaban más por las minucias que por las cosas importantes. Soportaban sin quejarse los peligros y las penalidades en un lugar donde el frío llegaba frecuentemente a los veintiocho grados centígrados bajo cero. Y el almirante Byrd comenta: “Pero sé de compañeros de litera que dejaban de hablarse por sospechar que el uno colocaba sus cosas en el espacio reservado al otro y sé también de quien se negaba a comer si no encontraba en el comedor un sitio fuera de la vista del flechero, quien masticaba solemnemente el alimento veintiocho veces antes de tragarlo”.
Dale Carnegie relata, asimismo, la historia de un árbol gigantesco que, a lo largo de sus cuatrocientos años, se vio sacudido numerosas veces por fuertes tormentas (inclusive, catorce huracanes), pero permaneció sólidamente anclado, como una firme montaña. No obstante, un día un ejército de insectos y reptiles atacaron el árbol y lo redujeron a polvo. Los animales se abrieron camino hacía el interior del árbol y lo destruyeron gradualmente con sus pequeños pero incesantes ataques. Vemos, pues, que un árbol colosal, que resistió a todo tipo de tormentas, sucumbe ante unos diminutos insectos que podemos aplastar con los dedos índice y pulgar. ¿Podemos compararnos acaso con este árbol? ¿No logramos superar grandes tormentas pero no tardamos en ceder ante trivialidades que minan nuestras vidas?
Estos ejemplos mencionados por el autor, extraídos de la vida real, son similares a los ejemplos que ya había mencionado con anterioridad el Profeta, y que fueron inspirados en el entorno de los árabes de la época. Según Abdullah Ibn Masuud, el Mensajero de Allah dijo: “Alejaos de los pecados veniales, pues su acumulación termina echando a perder a la persona. Su ejemplo es como el de unos hombres que, estando en un desierto, empezaron todos a buscar leña por todos lados hasta que pudieron hacer fuego para preparar su comida”. [2] Según Saad Ibn Yunadah, al término de la batalla de Hunain, de vuelta los Compañeros se detuvieron en una zona árida. Entonces, el Profeta les dijo: “Buscad y coged todo lo que encontréis, aunque sea un hueso o un diente”. Al cabo de poco tiempo, reunieron un cúmulo de restos. Dijo entonces el Mensajero de Allah: “¿Veis esto? Los pecados van acumulándose en el hombre como este amontonamiento. Temed, pues, a Allah y no cometáis pecados, ya sean veniales o graves, porque habréis de responder de todos ellos”.
Los sensatos han aprendido, a través de la experiencia, que la persona realiza determinados actos inconscientemente, actos en los que los demás se fijan para extraer conclusiones de los mismos, como una intención oscura, lo cual puede resultar en desastrosas consecuencias. Una persona reflexiva debe calibrar sus acciones antes de emprenderlas; y ello porque es probable que, por ser insignificantes, no nos fijemos en determinadas acciones, pero que sin embargo pueden ser el origen de grandes males. Ahora bien, de la misma manera que la acumulación de pecados menores repercute gravemente en la vida de la persona, es injusto dramatizar e hinchar una falta menor de modo que eclipse todas las buenas acciones que están a su alrededor. A este respecto, es lamentable que algunos al detectar un tropiezo en la conducta de alguien empiecen a escandalizarle sobremanera, despreciando su nobleza, virtud y actos generosos. Al ser selectiva y restringida, esta actitud manifiesta una gran injusticia, puesto que no procura ninguna satisfacción.
Ciertamente, Allah, Altísimo y Ensalzado, pasa por alto las trivialidades y perdona las faltas de los creyentes que en su anhelo de la perfección obran, en la medida de sus posibilidades, para alcanzarla. En el Corán, puede leerse: 31. Si evitáis los pecados graves que se os han prohibido, borraremos vuestras malas obras y os introduciremos con honor.[3] Y es que es una muestra de clemencia divina el permitir a los humanos cometer algunas faltas, algunos tropiezos. Igualmente, sería reconfortante que las personas rigieran sus relaciones por este principio de tolerancia. Esta regla se observa entre amigos, sobre todo en los momentos críticos, pero se hace todavía más indispensable para la vida conyugal, en particular para su estabilidad y serenidad. Por eso, si el marido se siente molesto por la equivocación o descuido de su esposa, no debe perder de vista sus cualidades positivas y sus aciertos. Esto es, de hecho, lo que subraya el Profeta al afirmar: “Un creyente no debe odiar a una creyente; si le disgusta algún aspecto de su carácter, apreciará otro en ella”.[4]
Es lamentable, no obstante, constatar que muy a menudo puras banalidades hacen perder el raciocinio a miles de personas, derrumbando sus hogares y socavando sus amistades; de este modo, se sienten perdidos en este mundo, totalmente desesperados y apesadumbrados. Sobre las consecuencias de estas trivialidades, Dale Carnegie afirma: “Las ‘minucias’ en el matrimonio llevan a las personas a los lindes de la locura y causan “la mitad de los pesares que hay en el mundo”.
Por lo menos, esto es lo que las autoridades dicen. Por ejemplo, el magistrado Joseph Sabath, de Chicago, después de actuar como árbitro en más de cuarenta mil matrimonios desgraciados, declaró: “En el fondo de la mayor parte de la infelicidad matrimonial, hay trivialidades”. Y Frank S. Hogan, ex fiscal del distrito del Condado de Nueva York, dice: “La mitad de los casos en nuestros tribunales de lo penal se originan en minucias. Una jactancia de taberna, una disputa doméstica, una observación injuriosa, una palabra inconveniente o una grosería son minucias que llevan a la agresión y al homicidio. Son pocos los que sufren un maltrato cruel y considerable. Las cosas que causan la mitad de los pesares del mundo son los pequeños golpes que se asestan a nuestra propia estimación, las faltas de consideración, las heridas sin importancia a nuestra vanidad”.
Estas palabras que describen las causas de la criminalidad en la sociedad americana son extrapolables también a nuestros pueblos y sociedades. En verdad, las abominaciones que se producen son achacables, principalmente, a una mala interpretación de las cosas y actos, una sensibilidad desmesurada, una tendencia a tomar toda conducta como una ofensa que debe vengarse con sangre, así como a otras alucinaciones que van hinchando las cosas más triviales. ¿Hay algún remedio para todo eso? Sí: pulir el alma de modo que se convierta en fiel reflejo de las realidades de la vida, con sus aspectos tangibles, y no deformados por la desmesura y la pasión. A continuación, habría que juzgar estos aspectos desde una perspectiva abierta e imparcial que permita reconocer el bien cuando es eclipsado por el mal. De este modo, podremos deshacernos, y en mayor medida, de nuestras desgracias y nuestros tropiezos.